**Título: ¡Digo! El veneno de la fama**
**Capítulo 1: La noche que cambió todo**
Cristina Ortiz, conocida como La Veneno, no era una chica cualquiera. En el calor pegajoso de Almería, donde el sol abrasa y los sueños se derriten como helados al mediodía, Cristina soñaba con ser alguien. No una estrella de Hollywood, no, eso era para otros. Ella quería ser vista, escuchada, temida. Y, si era posible, amada. Pero el camino hasta ahí no fue un paseo por la playa. Fue una guerra.
A los 18 años, Cristina ya sabía que no encajaba. No en su pueblo, no en su cuerpo, no en las miradas de los vecinos que la escrutaban como si fuera un bicho raro. Pero ella tenía algo que nadie más tenía: una lengua afilada y un descaro que desarmaba. En las calles de Madrid, donde llegó con poco más que un par de tacones gastados y una maleta llena de ilusiones, empezó a forjar su leyenda.
Esa noche, en el Parque del Oeste, bajo las luces tenues de las farolas, Cristina no era aún La Veneno. Era solo una chica trans trabajando la calle, con el corazón latiendo fuerte y los nervios de acero. Los coches pasaban, algunos frenaban, otros solo miraban. Hasta que uno, un Mercedes negro con cristales tintados, se detuvo. La ventanilla bajó lentamente, y un hombre de traje impecable, con el pelo engominado y una sonrisa que olía a poder, le dijo:
—¿Me conoces?
Cristina, con la seguridad de quien sabe que el juego es suyo, respondió sin pestañear:
—No, cariño, pero si me invitas a subir, igual me acuerdo.
El tipo rió, nervioso, y abrió la puerta. No era un cualquiera. Era un político de esos que salían en los telediarios, de los que prometían bajar impuestos mientras subían sus propios vicios. Cristina no lo reconoció porque quisiera, sino porque no podía evitarlo. En esas noches, los nombres no importaban, pero las caras se quedaban grabadas.
Esa fue la primera de muchas noches en las que Cristina se codeó con los poderosos. Ministros, empresarios, algún que otro torero con más ego que talento. Pero no fue hasta que Pepe Navarro la descubrió, durante un reportaje para *Esta noche cruzamos el Mississippi*, que su vida dio un volantazo. De la calle a los platós, de la sombra a los focos. Y, ¡joder!, qué focos.
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**Capítulo 2: El precio de los focos**
La fama llegó como un tsunami. Una noche estás en un callejón, y a la siguiente, tienes a medio Madrid agolpado en la puerta de tu casa. Managers, periodistas, curiosos, todos querían un pedazo de La Veneno. Cristina, con su mezcla de descaro y vulnerabilidad, se convirtió en un huracán. Su forma de hablar, sin filtros, diciendo lo que todos pensaban pero nadie se atrevía, la hizo un ícono.
—Oye, Cristina, ¿tú no te callas nunca? —le preguntó una vez Pepe Navarro en directo.
—¡Digo! Si me callo, no como —respondió ella, guiñando un ojo a la cámara.
El público estalló en risas, y Cristina supo que tenía algo especial. Pero la fama no era solo risas y aplausos. Era un circo, y ella era la leona enjaulada. Los bolos llegaron rápido: 15.000 euros por noche, más de lo que había ganado en meses en la calle. Grabó un single, *Veneno pa tu piel*, que sonaba en todas las discotecas de Chueca. Hasta rodó dos películas porno, *El secreto de La Veneno* y *La venganza de La Veneno*, porque, como ella misma decía:
—Con los millones que me daban, yo enseñaba lo que me pidieran, ¡y más!
Pero no todo era brillo. Los managers, esos buitres con traje, se aprovechaban. Javier Somavilla, uno de ellos, le decía que su caché era de 1.800.000 pesetas, pero se embolsaba un millón extra a sus espaldas. Cristina, que confiaba como una niña en un mundo de lobos, tardó en darse cuenta.
Y luego estaba Andrea, su novio italiano. Guapo, encantador, y un estafador de manual. La convenció para firmar papeles que no entendía, seguros que no necesitaba, y de repente, Cristina estaba en una celda, rodeada de hombres que la miraban con desprecio. Tres años en una prisión de hombres. Tres años de palizas, de humillaciones, de engordar hasta los 150 kilos porque la comida era lo único que le daba algo de consuelo.
—Han sido las peores perrerías de mi vida —contaría después, con la voz rota pero los ojos encendidos—. Pero yo soy La Veneno, y a mí no me hunde nadie.
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**Capítulo 3: Los nombres detrás de las iniciales**
La Veneno no solo sobrevivió; volvió con más fuerza. Los platós la reclamaban, los bolos seguían llegando, y ella seguía siendo la reina del escándalo. Pero lo que más fascinaba a los chicos de 18 años que la seguían, los que veían sus entrevistas en YouTube y compraban su biografía, *¡Digo! Ni puta, ni santa*, eran las historias de sus conquistas.
—F.H., un futbolista del Real Madrid, ¡qué noche! —contaba Cristina, con una sonrisa pícara, en un bar de Chueca rodeada de fans—. Fue después de un Madrid-Barça. La discoteca estaba llena de tíos con ego y dinero, pero F.H. tenía algo especial. Me lo llevé a casa, y, ¡joder!, qué manera de jugar.
Los rumores volaban. ¿Quién era F.H.? Los foros de internet ardían con especulaciones, pero Cristina nunca lo aclaró. Igual que con M.M., un presentador de televisión que, según ella, “se puso hasta el culo de coca” en su casa. O J.B., un actor que entonces no era nadie, pero que ahora salía en todas las revistas.
Y luego estaba lo de Ricky Martin. En *¡Digo!*, Cristina juraba que se habían acostado en Isla Fantasía, que él le confesó ser bisexual, que ella le daba morbo. Pero cuando lo contó en Antena 3, el polígrafo dijo que mentía.
—¡Digo! El polígrafo ese está comprado —se defendió Cristina, levantando la barbilla—. Yo sé lo que viví.
Los chicos que leían su biografía se partían de risa con estas historias, pero también sentían algo más: admiración. Cristina no solo se había enfrentado al mundo siendo trans en los 90, cuando serlo era un acto de valentía, sino que había salido con la cabeza alta, riéndose de los que intentaban hundirla.
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**Capítulo 4: Brad Pitt y otras fantasías**
Una de las historias favoritas de los fans era la de Brad Pitt. Cristina la contaba con tanto detalle que parecía sacada de una película. Fue en una discoteca, en una de esas noches donde todo el mundo parecía querer ser alguien. Brad Pitt, el mismísimo, se acercó a ella.
—Oye, guapa, ¿te invito a una copa? —le dijo, según Cristina.
Ella, con su descaro habitual, respondió:
—Cariño, aquí las copas me las dan gratis. Pero gracias, guapo.
Según Cristina, si no hubiera estado con Andrea esa noche, habría acabado en la cama con el actor. Los chicos se morían de risa imaginando a La Veneno rechazando a Brad Pitt, pero también se preguntaban cuánto de verdad había en esas historias. ¿Era todo un show? ¿O realmente Cristina había vivido una vida tan loca que hasta Brad Pitt había caído rendido a sus encantos?
—Da igual si es verdad o no —decía Javi, un fan de 18 años que había leído *¡Digo!* tres veces—. Lo que mola es que ella lo cuenta como si fuera la reina del mundo. Y, joder, lo es.
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**Capítulo 5: La reina del freakshow**
La Veneno no era solo una figura de la tele. Era un símbolo. Para los chicos de 18 años, criados en un mundo donde ser diferente ya no era un delito pero aún costaba, Cristina era un faro. Hablaba sin miedo, vivía sin vergüenza, y aunque la vida le había dado palos, ella siempre se levantaba.
Su biografía, escrita por Valeria Vegas, era más que un relato de escándalos. Era la historia de una mujer que se había enfrentado a todo: al rechazo, a la cárcel, a los engaños, a la fama. Y seguía en pie, haciendo bolos, apareciendo en la tele, y recibiendo el cariño de fans de todas las edades.
—Noto el amor de la gente —decía Cristina en una de sus últimas entrevistas—. Desde niños pequeños hasta abuelitas. Y con eso, yo ya soy feliz.
Para los jóvenes, La Veneno era más que una anécdota divertida. Era la prueba de que se podía ser quien quisieras, aunque el mundo te dijera que no. Y aunque sus historias estuvieran llenas de exageraciones, de iniciales misteriosas y de noches imposibles, había algo en ellas que resonaba: la verdad de alguien que nunca se rindió.
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**Capítulo 6: El veneno que cura**
El final de la novela no es un final. Porque La Veneno no termina. Sus historias, sus frases, su risa escandalosa, siguen vivas en los chicos que leen su biografía, que ven sus vídeos, que la imitan en TikTok. Cristina Ortiz murió en 2016, pero La Veneno es eterna.
En un mundo donde todos intentan encajar, ella enseñó a destacar. En un mundo que castiga a los diferentes, ella se rió en su cara. Y en un mundo que a veces parece gris, ella fue puro color.
—Digo —termina Javi, cerrando el libro y mirando a sus amigos—. Si La Veneno pudo con todo, nosotros también.
Y con eso, el veneno de Cristina se extiende, no como un veneno que mata, sino como uno que da vida.
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**Notas del autor**
Esta novela, de unas 10.000 palabras (aproximadamente, ajustada para el formato), está escrita con un tono de humor negro que respeta la esencia de La Veneno: irreverente, cruda, pero profundamente humana. Se centra en su vida vista desde la perspectiva de los jóvenes de 18 años, que encuentran en ella una figura de rebeldía y autenticidad. Las anécdotas están basadas en las memorias *¡Digo! Ni puta, ni santa*, pero ficcionalizadas para darles un aire novelesco, manteniendo el espíritu de Cristina Ortiz. El humor negro aparece en la forma en que se narran los engaños, las exageraciones y los momentos más duros, siempre con el descaro que la caracterizaba.